El 18 de noviembre de 1978, más de novecientas personas murieron en un claro de la selva guyanesa. Hombres, mujeres, ancianos y niños bebieron una mezcla de cianuro y refresco, obedeciendo las últimas palabras de su líder espiritual, el reverendo Jim Jones. Aquella escena —filas de cuerpos uniformados en el suelo, con carteles de “Templo del Pueblo” colgando aún entre los árboles— se convirtió en una de las tragedias más perturbadoras del siglo XX. El suceso marcó la historia como la masacre de Jonestown, y contribuyó significativamente al trasfondo de uno de los conceptos más oscuros en la cultura contemporánea: la secta.

Cuarenta años después, la escritora mexicana Alma Mancilla decidió mirar ese abismo. No desde el juicio ni la crónica, sino desde la ficción: desde el territorio movedizo donde la realidad y el espectro se confunden. Su novela Los seguidores (H Voces, 2025) parte del horror de Jonestown para construir una experiencia poética que explora el fanatismo, la fe y la fragilidad humana. En sus páginas, la autora convierte el suceso histórico en una meditación literaria sobre la obediencia y la búsqueda de sentido.

Jonestown y el día en que el paraíso se volvió infierno

Jonestown, el asentamiento fundado por la Iglesia Peoples Temple, fue concebido como un refugio idealista, una comunidad autosuficiente donde no existirían la discriminación racial ni las jerarquías del capitalismo estadounidense. En sus inicios, el proyecto parecía ser un experimento social progresista. Jim Jones, un predicador carismático con discurso socialista y mesiánico, reunió a miles de seguidores que buscaban una alternativa a la desigualdad y la violencia del mundo. La idea del “paraíso en la tierra” se materializó en la selva de Guyana, lejos del control del gobierno de Estados Unidos.

Pero la utopía pronto se transformó en un infierno cerrado. El aislamiento, la vigilancia, las jornadas extenuantes y la paranoia del líder crearon un microcosmos autoritario. Jones, consumido por las drogas y los delirios de persecución, instauró un sistema de castigos públicos y “ensayos de suicidio” que preparaban a sus fieles para el “acto final”.

Portada del libro Los seguidores de Alma Mancilla.

Cuando una comisión estadounidense, encabezada por el congresista Leo Ryan, visitó Jonestown para investigar denuncias de abusos por parte de los familiares de los seguidores, todo estalló, Ryan fue asesinado a tiros y, horas después, Jones ordenó el suicidio colectivo. La grabación de su voz, exhortando a morir “con dignidad”, es hoy uno de los documentos más estremecedores de la historia moderna.

Las imágenes transmitidas por la prensa fueron devastadoras. El mundo despertó ante una realidad que parecía salida de la ficción, una comunidad entera, voluntariamente aniquilada. Los titulares hablaron del “suicidio masivo de una secta”, pero pocos comprendieron la dimensión psicológica, social y espiritual del suceso. La opinión pública se dividió entre el morbo y la incredulidad; entre quienes veían en Jim Jones la encarnación del mal y quienes se preguntaban cómo novecientas personas pudieron creer tanto en una sola voz.

Los seguidores, una mirada onírica de la fe

En Los seguidores, Alma Mancilla rehúye la tentación del documento histórico. Desde las primeras páginas queda claro que no estamos ante una reconstrucción de los hechos, sino ante una invocación. La autora toma la tragedia de Jonestown como detonante para un viaje místico y perturbador hacia las zonas oscuras del alma colectiva. Esa verdad no se mide con fechas ni nombres, sino con emociones, ecos y silencios.

La novela se articula como una liturgia, una suerte de canto fúnebre donde las voces de los muertos siguen hablando. Todo está contado por un narrador único y omnisciente, una conciencia que se desliza entre los cuerpos y las mentes de los personajes. Esa voz muta, observa y recuerda, creando un efecto de coralidad fantasmagórica. El lector nunca está seguro de si escucha a una persona, a la comunidad entera o al eco de una memoria que no cesa.

Esa ambigüedad le da al relato un tono onírico y fragmentario, cada fragmento parece un destello en medio de una pesadilla que no termina. Mancilla escribe con cadencia hipnótica, con frases que se doblan sobre sí mismas y generan una sensación de trance. La prosa se mueve como una oración, o como un delirio.

Fotografía de la escritora mexicana Alma Mancilla

La autora logra fundir lo real con lo espectral, lo sólido con lo fantasma. Los personajes caminan entre dos dimensiones, la de la vida cotidiana en la colonia y la del presentimiento de su final. Esa fusión entre la materia y el espíritu construye un paisaje sensorial que trasciende la crónica y penetra en el terreno simbólico. En Los seguidores, los muertos no son pasado: son una presencia que flota, que observa y que intenta comprender en qué momento la fe se convirtió en condena.

Mancilla convierte a Jonestown en un espacio mental. La selva, descrita como un cuerpo vivo que respira y devora, actúa como reflejo del alma colectiva, un entorno que encierra, seduce y asfixia. En ese contexto, los personajes no son víctimas pasivas, sino buscadores, gente que anheló pertenecer, encontrar sentido y escapar del ruido del mundo. Su tragedia radica más en la pureza de su esperanza que en su muerte misma.

El resultado es un texto que se mueve entre lo místico y lo espectral, donde la ficción no busca iluminar el hecho real, sino convocar sus sombras. Los seguidores funciona como relato y a la vez como exorcismo, un intento de comprender cómo el sueño de la redención puede transformarse en un ritual de aniquilación.

La voz que lo cuenta todo (y a todos)

La decisión de usar un narrador único pero omnipresente es clave para el efecto hipnótico del libro. Esta voz —que parece venir tanto del interior de la comunidad como del más allá— permite entrar en las conciencias de los personajes y construir una narración en constante movimiento. El lector escucha sus dudas, sus deseos, sus rezos, y termina sintiendo que él también forma parte del grupo.

Esta estrategia narrativa también rompe con el enfoque habitual de las historias de sectas, que suelen mirar desde fuera, desde la distancia moral o el juicio racional. Mancilla, en cambio, se atreve a mirar desde adentro, con una empatía que incomoda. No busca exonerar a nadie, pero tampoco condenar.

La novela no grita ni acusa; susurra. Y en ese susurro se revela lo verdaderamente terrorífico, la humanidad de todos los involucrados. Cada pensamiento, cada gesto, cada pequeña lealtad o traición se convierte en un espejo donde el lector vislumbra su propia capacidad de creer.

Jim Jones y el espejo del mal

Jim Jones, en el relato de Mancilla, no es una caricatura del tirano religioso ni una figura demoníaca. Es un hombre complejo, ambiguo, casi patético en su necesidad de ser amado y obedecido. La autora lo presenta con una mirada empática y humanizadora, sin romantizarlo, pero tampoco despojándolo de sus motivaciones.

Al mostrar que Jones también fue alguien que creyó en su propio discurso, Mancilla desestabiliza la lectura moral fácil. La frontera entre fe y manipulación, entre guía y verdugo, se vuelve difusa. Y esa difusión es el verdadero centro del horror, de la posibilidad de que el mal no provenga del exterior, sino de las grietas del deseo humano.

Jim Jones con su comunidad en Jonestown

Los seguidores plantea que el mal no es una fuerza abstracta, sino una consecuencia de la necesidad humana de pertenecer, de encontrar un sentido trascendente. Mancilla obliga al lector a mirar esa necesidad de frente, a reconocerla en su propia cotidianidad. La devoción, la fidelidad o la entrega ciega son valores presentes en cada uno de nosotros que, bajo ciertas condiciones, pueden transformarse en armas.

El mal, parece decirnos la novela, no desciende del cielo ni surge del infierno; germina en los sueños rotos de la gente común.

La utopía, ese espejismo necesario

El concepto de utopía fallida atraviesa toda la novela. Jonestown fue, en su origen, una tentativa de crear una sociedad justa, libre del racismo y de la pobreza. Los seguidores de Jones no eran fanáticos irracionales; eran, en su mayoría, personas desilusionadas con el sistema y esperanzadas en una alternativa. La tragedia de su destino no anula la pureza inicial de su sueño.

Mancilla aprovecha esa contradicción para explorar el fracaso de las utopías. Cada intento de construir el paraíso contiene en su seno la semilla de la corrupción, porque exige un grado de obediencia que termina negando la libertad. El libro, entonces, habla de cualquier sistema que promete salvación total a cambio de la voluntad individual.

En ese sentido, Los seguidores dialoga con otras obras que examinan el fanatismo y la destrucción colectiva como El cuento de la criada de Margaret Atwood, El señor de las moscas de William Golding o incluso La carretera de Cormac McCarthy. Todas ellas comparten una misma intuición, que la fe en una idea absoluta, ya sea religiosa o política, puede conducir a la desolación.

Sin embargo, Mancilla no cae en el cinismo. En medio del horror, deja abierta una posibilidad de redención, la conciencia de los personajes, sus pequeños gestos de ternura, su humanidad persistente. En ese filo entre la condena y la esperanza, la novela se vuelve profundamente contemporánea.

Los seguidores, a través de la historia de Jonestown, nos recuerda cuán vulnerable es el deseo de creer. Lo que llamamos sectas cambia de rostro, ya sean comunidades virtuales, influencers mesiánicos o ideologías que prometen pureza moral. Pero el mecanismo es el mismo, una voz carismática, una masa cansada de pensar, y el anhelo de sentido.

Mancilla rescata esa lección sin moralizar. No se trata de advertirnos contra las sectas, sino de mostrarnos el abismo interior de la fe, esa zona donde la esperanza y el delirio son indistinguibles. En Los seguidores, la tragedia de Jonestown se transforma en un canto y en una memoria que busca comprender.